Sembrados de nueva vida
El inicio de la primavera es un tiempo que rebosa de nueva vida y colorido. Las semillas, que aparentemente han estado inertes enterradas en la tierra, estallan pletóricas de vida y energía. Y las flores en los prados y campos son la expresión jubilosa de la vida.
No es de extrañar que cuando Cristo resucitó, e hizo nuevas todas las cosas, fuera primavera en el hemisferio norte.
Jesucristo y Pablo utilizaron diferentes metáforas agrarias para referirse a como fuimos incluidos en la vida de Cristo. Jesús dijo que “Él era la vid y nosotros los pámpanos y su padre el labrador”. Pablo afirmó que, aunque éramos olivos silvestres Dios nos injertó por medio de Cristo en el buen olivo.
En Romanos 6:5 Pablo usa la metáfora de la siembra: “Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección”. Afirma que fuimos plantados o sembrados juntamente con él en la semejanza de su muerte.
En este artículo vamos a ver brevemente como fuimos sembrados de nueva vida en Cristo y qué significa eso para nosotros. Y vamos a hacerlo reflexionando en el proceso de la siembra.
Jesús extendió sus brazos en la cruz y unió a todos los seres humanos con Él, según Él mismo afirmó: “Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Juan 12:32). Cuando murió, todos morimos con Él y cuando lo pusieron en el sepulcro, todos fuimos sembrados, enterrados con Él.
Después de haber labrado y preparado la tierra, lo siguiente que hace el agricultor para tener vida nueva, una cosecha nueva, es sembrar la semilla. ¿Cómo lo hace? Enterrando la semilla en tierra. Todos fuimos enterrados con Cristo. El apóstol Pablo lo afirmó así: “Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4). E incide en ese mismo concepto al afirmar: “Necio, lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes” (1 Corintios 15: 36). Así que queda claro que para recibir vida nueva teníamos que morir antes, y ya hemos visto que eso lo hicimos en la muerte de y con Cristo.
Para que la nueva vida empiece a germinar lo que esa semilla necesita es el calor del sol. Fue la calidez del amor inmerecido de Dios la que nos dio la nueva vida en Cristo en su resurrección. Y es esa misma calidez del amor de Dios la que nos mueve con su llamado y por medio del Espíritu Santo nos despierta a la realidad de la nueva vida en Cristo. En la parábola, que yo llamo, del “Padre pródigo en amor, del hijo que regresa y del que no quería entrar”, ese despertar se señala con las palabras “y volviendo en sí”. Y ese venir en sí lo produce el amor del padre en el que reflexiona el hijo.
Cuando la semilla empieza a germinar lo primero que sale es la raíz, para alimentar la nueva planta. Luego surge el tallo. Pero antes de que esa nueva planta vea la luz crece un periodo bajo la tierra, sin que nadie lo sepa sino solo el agricultor.
Así fue con los seres humanos, todos recibimos vida nueva con Cristo en su resurrección, pero es solo cuando somos llamados que esa vida nueva se empieza a manifestar exteriormente.
Cuando aparece en los campos el tallo, al principio todavía no se diferencia fácilmente entre el trigo, la cebada o el centeno. Así es nuestra realidad recién despiertos a la nueva vida. Nuestras acciones puede que se diferencien muy poco de los que todavía viven en obscuridad. Pero igual que la planta ya tiene la carga genética, con todas la características que va a tener y los frutos que va a dar, así es con nosotros, ya somos hijos adoptivos de Dios y el ADN espiritual de nuestro Padre celestial está activo en nosotros, que es el de nuestro Señor Jesucristo por medio del Espíritu.
Ahora, imaginaos si la planta tuviera libre albedrío, como lo tenemos nosotros, podría decidir negarse a crecer en la dirección que le indica su ADN e hibridarse o clonarse con otra planta que produjera otro fruto diferente. Esa es la opción que nosotros tenemos. En la muerte y resurrección de Cristo todos los seres fuimos hechos hijos de Dios, aunque la mayoría todavía no sea consciente de ello, pero usando nuestra voluntad podemos negarnos a aceptar y recibir esa bendita realidad: “Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio” (Hebreos 6:4-6).
Como sembrados de la nueva vida en Cristo, ¿qué clase de vida espera Dios que vayamos viviendo progresivamente?
El agricultor espera que la planta crezca y se desarrolle de acuerdo a la buena semilla que ha plantado y a su tiempo dé fruto. Dios no es diferente: “Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón” (Efesios 4:17-18). Es por la ignorancia que en ellos hay por lo que viven ajenos a la nueva vida en Cristo, no porque Él no se la haya dado.
Pero nosotros, a los que Dios nos ha iluminado el entendimiento espiritual, tenemos que vivir de acuerdo a la nueva vida que tenemos en Cristo: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. –Se nos dice que hemos resucitado con Cristo para que podamos vivir una nueva vida. Esto afecta a la forma en la que vivimos–. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno –-es un proceso paulatino que Dios está llevando a cabo en nosotros por medio de su Espíritu con la participación de nuestra voluntad–, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos. Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos” (Colosenses 3:1-15).
Como escribió el apóstol Pablo, Dios espera que corramos hacia aquello para lo que fuimos asidos por Cristo: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:12-14).
Y la nueva vida va ligada a vivir laborando en la obra del Señor: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:57-58).
A aquellos que ya hemos despertado a la realidad de la nueva vida que Dios nos ha dado en Cristo, nos ha encargado el mensaje de la reconciliación: “De modo que si alguno está en Cristo, ya es una nueva creación; atrás ha quedado lo viejo: ¡ahora ya todo es nuevo! Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo a través de Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación. Esto quiere decir que, en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, sin tomarles en cuenta sus pecados, y que a nosotros nos encargó el mensaje de la reconciliación” (2 Corintios 5:17-20).
Recuerdo cuando era un niño y mi madre me encargaba ir a comprarle harina, huevos o garbanzos. Su encargo no era una sugerencia, era la responsabilidad que me daba de hacer aquello que me había encargado. Por supuesto, yo podía olvidarme de hacer su encargo yéndome a jugar con los otros niños, pero eso no agradaría a mi madre.
Hemos sido llamados a realizar este ministerio, que viene incluido con la nueva vida que Dios nos ha dado en Cristo, de una forma individual con como vivimos nuestras nuevas vidas, y de una forma colectiva como congregación, como iglesia nacional y como denominación. Por las decisiones que algunos toman, diciendo que ellos son parte del cuerpo de Cristo, pero que no son parte de ninguna congregación, iglesia o denominación, entiendo que nunca se han preguntado: ¿Cómo podría un cristiano solo realizar un ministerio como el que realizamos con Verdad y Vida, con la página Web o con la impresión y reparto de miles de folletos «¡Buenas Noticias Para Todos!«, cuyo propósito principal es compartir el mensaje de la reconciliación de Dios en Cristo?
Dios nos ha invitado a participar en la comisión de dar a conocer a los demás que Él se ha reconciliado con ellos y los ha sembrado de nueva vida en Cristo. ¿Estás contestando SÍ al encargo que Dios nos ha dado de llevar a otros el mensaje de la reconciliación apoyando la obra colectiva, como comunidad de creyentes? Cada vez que le damos una ofrenda a Dios tenemos la oportunidad y la bendición de honrarle afirmando que le estamos diciendo SÍ a su encargo, como yo lo hacía con mi madre cuando la obedecía yendo a la tienda a traerle lo que me había encargado.
Dios nos ha sembrado de nueva vida en su Hijo Jesucristo, y por medio del Espíritu Santo nos guía, nos motiva, nos limpia y nos anima a crecer conforme a la imagen de Jesucristo en quién hemos sido sembrados, y a producir fruto conforme a lo que nos ha hecho ser, hijos e hijas de Dios.
Nos resucitó con Él, nos reconcilió con el Padre y en Él nos llevó a la derecha de la Majestad. Sin duda nuestra nueva vida en Cristo conlleva una nueva mentalidad, unos nuevos objetivos, unos nuevos propósitos, una nueva forma de vivir.
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